El Piano de Robadors

Han sido 10 meses de aventuras, sorpresas, y, sobre todo, cariño. Me encanta ese bar desastroso, que sigue luchando para existir contra un sistema que es cada vez más opresivo en su trato de locales pequeños de ocio no-corporativo de Barcelona.
Mi historia personal con Bar 23 Robadors es larga. Empezó en 2004, cuando apenas llevaba tres meses en este país. No era difícil dejar América; lo que echaba de menos eran cheeseburgers y mi piano de pared antiguo, que había comprado de un estate sale de una cantante de ópera difunta de Hollywood Hills, en una mansión debajo del famoso letrero. Después de haber pasado la mitad de mi vida trasladándome entre todas partes de los Estados Unidos, ese antiguo piano era como una ancla para mi. Un artefacto que marcaba mi nido. Y lo echaba de menos ya que estaba de nuevo en otra casa, además en otro país.
Entré allí por casualidad y en seguida me fijé en el piano de pared, antiguo y gigantesco. Era una “pianola”, o sea, un piano de pared de esos antiguos que era más grande de lo habitual, con un mueble que era muy alto y, por eso, lanzaba un sonido atronador. Tenía más de 100 años ese piano. Estaba hecho polvo: cubierto de manchas de agua de demasiados vasos que se habían puesto encima, quemaduras de cigarrillos, y, sobre todo, miles de golpes que marcaban el apenas presente acabado. Hipnotizada por ese piano, me senté en el banco y empecé a tocarlo.
Sonaba contundente. Fuera de tono, claro; pero todas las teclas funcionaban. Aunque un par carecían de su lámina de marfil. Pero me daba igual. Que todas las teclas funcionaran ya era impresionante, dado la condición en que estaba el exterior.
Recuerdo que aún hacía sol cuando entramos en el bar y no había nadie en el bar excepto el camarero. Dentro de poco me puse consciente de su presencia al lado mío. “Genial,” pensé con un poco de amargura, “ya me va a pedir dejar de tocar, como lo hacen todos esos que ponen un piano en su bar para que sirva como un bonito mueble, sin utilidad.”
Mi cuerpo tensaba en preparación para la bronca. El camarero (creo, ya, que era Joan) se agachó para que hablara en el oido y me dijo, “Te gusta tocar el piano?”
“Sí,” le dije.
“Pues si quieres, puedes llevártelo. Hemos comprado un nuevo y no hay sitio para éste. Nos da pena ponerlo en la calle. Pagas la mudanza y será tuyo.”
Y así fue mi primera vez en 23 Robadors. Ese piano acabó en mi casa. Cuando lo tocaba, soltaba cien años de humo de cigarrillos y mala vida — me gustaba pensar; putas y gangsters y noches largas y borracheras e infidelidades y euforia y remordimientos. Ese piano me acompañaba durante mis primeros años en Barcelona, suavizando el estrés, los miedos y los malos rollos.
Y un día, me deshice de él.
El piso era enano, demasiado pequeño ya para dos personas. Necesitaba sitio para trabajar en el ordenador. El piano ocupaba sitio donde podría poner un escritorio. Tenía que enfocarme en escribir rutinariamente.
Entonces anuncié el piano en Segundamano: gratis, tal y como me lo pasaron los de Bar Robadors. Pagas la mudanza y es tuya.
No tardó mucho en venir un chico que se enamoró del piano y se lo llevó, contento. El ciclo continuó.
El piano sigue haciendo feliz a las personas de estos tiempos en Barcelona. Me pregunto si el chico aún lo tiene, o si ya se ha pasado a otro. Es imposible imaginarlo en un vertadero. Ese piano es especial. Tiene vida propia. Ese piano, me gusta pensar, es immortal.